La Revolución de Laureles y Rafael Barret: el testigo privilegiado.

“En el combate del próximo pueblo de Laureles cayeron cuarenta colorados. Su jefe, el caudillo A. Ramírez, un viejo cuyo arrojo conozco, se vino al galope sobre la guardia, él solo, con el cigarrillo en la boca y una bomba en el bolsillo. El centinela lo mató al tercer disparo. José Gil, el célebre cabecilla, aguarda a unas cuantas leguas más allá, tal vez con ametralladoras. Nuevos horrores nos amenazan, horrores muy heroicos, pero doblemente horrores, por lo salvajes y por lo inútiles”.
            Describía el paso de los alzados frente a la Estancia por donde cruza la ruta de tierra: “hace pocas noches, cruzaron cerca de la estancia donde resido las fuerzas revolucionarias paraguayas, que habían levantado el sitio de Laureles. Un grupo de jinetes se detuvo frente a mi puerta. Era el caudillo José Gill con su Estado Mayor”.
            “También asomó un comercio no incluido en la estadística: el de los animales arreados a diestra y siniestra. Las fugas al monte, las aldeas donde no quedan sino mujeres asustadas, no son novedad”.
            “Estamos en la guerra de montoneras metidos hasta el cuello, solos entre los bosques, donde a veces suenan tiros”.

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