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El australiano que vino llegando sin saber porqué. Hizo patria desde Misiones. Diseñó varias calles de San Ignacio y se reencontró con la vida.


118-       Enrique P. Moyes. San Ignacio. “El desilusionado amoroso al que Misiones le devolvió su vida, él pagó como sabía: con su inteligencia”. En la historia de los pueblos aparecen personajes como “de la nada”. Es el caso de Enrique P. Moyes. Vino llegando a aquel San Ignacio del ayer, donde cualquier visita extraña levantaba no precisamente las sospechas, sino causaba extrañeza; más aún cuando no posee consanguinidad con los parroquianos. Sin embargo, éste ilustre de la fecha tenía un motivo: una desilusión amorosa. Pasó el tiempo, se reencontró con la vida y él devolvió como sabía: aportando su inteligencia para el progreso de la ciudad que tiempo después lo vio partir a la eternidad. Dejó sus huellas, por eso lo incluimos entre nuestros personajes ilustres del Bicentenario.
Se trata de un Ingeniero civil egresado en Australia. Llegó a la patria para formar parte de los profesionales que construyeron la línea del Ferrocarril en la zona de Borja. Narra don Jorge del Puerto en su libro “Yo los vi Pasar” que por una desilusión amorosa fue llegando a estos lares. Lo describe como un hombre que “tenía el orgullo del inglés culto y como no era de esos que lloran en un tanto su dolor, prefirió ahogar en el alcohol sus penas”.
Cuenta que arrastró de dicha manera su vida. En permanente estado de ebriedad, sin dar ni pedir cuartel a su destino. Solía dormir entre las virutas y el aserrín de la Carpintería de Juan Leiva en el Barrio San Vicente o donde la noche con su manto de oscuridad lo arropaba y se envolvía con su embriaguez, dándose un abrazo con sus sueños vagabundos.
Fue un gran forjador del progreso en el pueblo. Aportaba su mayor riqueza: su inteligencia. Sabio, matemático, era un hombre delicado y con un oído muy fino para escuchar algunas partituras. Saltaba cuando se desafinaba. Realizó trabajos de mensura, planos, orientaba técnicas de nivelación, diseñando varias calles de ese San Ignacio Guazú de ayer, que siguió la proyección iniciada por el mismo.
Romántico, desdichado en el plano sentimental, era un afortunado de la vida, porque en éste puerto sin mar encontró el afecto que en otro horizonte le fue negado. Acá se sentía importante y eso era suficiente para que él pueda retribuir con su conocimiento. Jamás percibió nada. Al fin de cuentas, él vino a San Ignacio desdichado y acá le devolvieron parte de su vida truncada.
Del Puerto testimonia una experiencia personal con él: “en una lejana noche de navidad lo vi llorar, asaltado por el recuerdo de su infancia, su madre y la tierra que lo vio nacer. Me contó que cuando niño él también tuvo un árbol de navidad”. Describe cabalmente el espíritu romántico e inclusive andariego de nuestro ilustre de la fecha.
Falleció en una lejana noche de invierno, aterrado de frío, de píe en una de las solitarias calles de aquel pueblo que despertaba de su letargo. Un tanto recostado por la pared de una casa, donde había bebido su última copa. “Murió sólo, como mueren los bohemios, acaso con el recuerdo de la mujer que alguna vez en su lejana juventud dejó una estela de amor en su corazón”, concluye nuestra fuente histórica.
Por haber cooperado con el progreso de San Ignacio Guazú sin pedir nada a cambio, por haberse refugiado de las penas humanas en ésta histórica comarca y demostrar una humildad indudable, se lo elige en ésta galería de ilustres para ser recordado por siempre.

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